ANDE YO CALIENTE… RIASE LA GENTE, PRESUNTAMENTE
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Siempre creí, con fuerte convicción heredada de
mi padre, que la normativa tributaria tenía que
ser justa, equitativa y su aplicación proporcional
en cada caso. Desde siempre, en mi despacho
profesional familiar, de varias generaciones, se
ha tenido muy presente el sentimiento de que
asesorar no debe confundirse con defraudar.
Y así es, nuestros principios constitucionales
garantizan nuestros derechos a un trato
igualitario y proclaman nuestro deber de
contribuir, lo cual es del todo necesario. Y en
caso de conflicto el contribuyente-ciudadano
debe tener garantizada la tutela judicial efectiva.
Me desagrada cuando alguien me alardea de que
no paga impuestos eludiéndolos de forma ilegal.
Soy partidario del estudio minucioso de las leyes
para consolidar economías de opción, tributar lo
menos posible con arreglo a la normativa
vigente. En definitiva, si ésta está bien
confeccionada, dicha tributación será la más
justa. Por tanto la pelota está en el tejado de la
Administración.
Sin embargo a lo largo de mis años de
experiencia profesional he de decir que muchos
han sido los momentos de desazón y que me han
llevado a la conclusión de que la justicia
tributaria, lejos de existir, es una quimera. Para
que la tutela judicial efectiva funcione se
requiere que el contribuyente en desacuerdo
recurra. Y eso, en muchos casos es una
posibilidad que se desvanece, quedándonos
únicamente con el derecho al pataleo, ya que el
recurso supone gastos que, en caso de victoria,
no serán reembolsados. Por eso aquello de
“juicios tengas y los ganes”, y es que puede ser
peor el remedio que la enfermedad.
Sin ánimo de pretender hacer demagogia, los
contribuyentes de rentas altas salen claramente
beneficiados frente a las clases más humildes,
quienes, frecuentemente perderán la batalla legal
antes de su inicio, porque, empezando por los
propios honorarios de los asesores fiscales, por
bajos que sean, entre los que me incluyo, no
merecerán el riesgo de iniciar un procedimiento
contra el acto administrativo en cuestión. Si alguien tiene la feliz idea de defender gratis a un
contribuyente humilde que se la quite de la
cabeza: la administración le aplicará la
presunción de onerosidad sin prueba en
contrario, debiendo tributar por lo no percibido.
Y que yo sepa no hay asesores fiscales de oficio.
Los principios generales que recoge la Ley 1/98,
de Derechos y Garantías de los Contribuyentes,
comúnmente conocida como “Estatuto del
Contribuyente”, y que se incluyen en los
artículos 1 a 4, 19 y 20, son precisamente eso:
generales, y la falta de trato personalizado por la
administración al contribuyente en cada caso
concreto conduce a su anulación práctica.
Pondré algunos ejemplos.
El principio de proporcionalidad, viene siendo
objeto de constante vulneración, con o sin
Estatuto. De esta forma, la apreciación por la
administración de lo que ésta considera
incumplimiento de requisitos formales viene
impidiendo habitualmente la aplicación de
beneficios fiscales. Más bien yo diría que
coarta la aplicación de derechos del
contribuyente y, en consecuencia, es ilegal.
Cierto día una señora, socia y gerente de una
empresa de venta de recambios para automóviles
vino a mi despacho con un requerimiento de IVA
de un ejercicio. La señora, muy escrupulosa y
ordenada manejaba las cuentas de su entidad con
pulcritud asombrosa y se mostró asustada por la
comunicación de Hacienda. Le aseguré que no
tenía demasiada importancia y que parecía
tratarse de una simple comprobación de los
libros registros y de algunas facturas. Al día
siguiente nos aportó los libros y los archivos de
facturas recibidas y emitidas que comprobamos
cuidadosamente. Salvo algún pequeño error, la
compañía cumplía impecablemente sus
obligaciones contables y tributarias.
Cuando llegó el día de la citación entregamos al
funcionario actuario los libros registros y le
solicitamos que efectuase una selección, amplia
si ese era su criterio, de facturas para aportarle.
Insistió en que las quería examinar
absolutamente todas y , tras nuestro fallido
intento por convencerle, dos empleados de la
empresa tuvieron que cargar una furgoneta y
llevar a la delegación de Hacienda kilos y kilos
de archivos.
Unos días después, nos reunimos de nuevo con
el funcionario, quien había elaborado una lista de
“facturas incorrectas que no originan el derecho
a la deducción del IVA“. Cuando la vi enseguida
vino a mi mente la figura del “Demonio
Inconvencible Señor del Sistema de Prueba
Tasada“. Y así fue, de entre cientos de facturas
de compras y servicios interiores, importaciones,
intracomunitarias, el funcionario actuario nos
excluía del derecho a deducir el IVA de unas
facturas de compra de ferretería porque, a juicio
del reflexivo individuo, “no se detalla el
concepto de la compra ya que sólo se menciona
compra varia de ferretería“. Y así era, pero se
trataba de facturas de 2.000 pesetas, y en las que,
además venia grapado un anexo en el que se
consignaban los dos o tres tipos de tornillos
adquiridos con su código y medidas.
Igualmente nos negó la deducibilidad de unas
facturas mensuales de “mantenimiento” de
empresa informática, porque, a su juicio, “no se
define qué tipo de mantenimiento se realiza“.
Otras fueron las piruetas del actuario, como no
permitir la deducción del 50% del IVA de las
facturas de reparación de vehículos de la
empresa, ignorando por completo el artículo 95
LIVA, o considerar que las facturas recibidas por
prestación de servicios con carácter trimestral no
eran correctas al superar el plazo de un mes,
olvidando la normativa referente a las
operaciones de tracto sucesivo.
Pero, tras discutir e intentar convencer al
funcionario le solicité que me cuantificase el
importe de la regularización que proponía. Nada
menos que 150.000 pesetas, en una empresa que
facturaba 600.000.000 pesetas. Mi reacción
inmediata fue sacar a colación el principio de
proporcionalidad, más de nada sirvió, aun se
enrocó más en su criterio …”el Real Decreto de
facturación es inamovible“, arguyó convencido y
marcial, mientras estampaba su firma en la
diligencia.
Al día siguiente nos reunimos con la señora y le
explicamos la situación. Es muy difícil explicar
ciertas cosas a alguien que no está en el mundo
del derecho tributario. Nos pidió consejo. Le
tuvimos que decir, en conciencia, que pagara y
se olvidara. Así fue. Hay muchas empresas en
esta situación. ¿Alguien ha pensado alguna vez
la sencilla recaudación que se genera?.
La proporcionalidad ya se recogió en el artículo
131 de la Ley 30/92 de Régimen Jurídico de las
Administraciones Públicas y Procedimiento
Administrativo Común. Sigue sin aplicarse de
forma generalizada.
En otra ocasión, un cliente de nuestro despacho
vino sorprendido porque, había recibido un
requerimiento que decía que no había ingresado
el IVA correctamente en una declaración
trimestral. No hacía más que comparar, con ojos
incrédulos, la declaración realizada con la que la
Administración le decía que había ingresado y
que obviamente era inferior. Cuando revisé su
documentación observé que la declaración estaba
correctamente confeccionada pero que al
ingresarla en el banco éste, por error, había
cargado una cantidad inferior a la que procedía.
Lo primero que sentí fue una gran desconfianza
en la entidad financiera, que había tenido un
descuadre de caja y no se había molestado en
averiguar el motivo. Desde el punto de vista
fiscal me sentí aliviado pues entendía que la
responsabilidad del pago incorrecto, aun
existiendo saldo suficiente en la cuenta del
contribuyente y dándose la circunstancia de que
el ingreso se realizó ante una entidad
colaboradora que, a tenor de los dispuesto en el
artículo 80 del Reglamento general de
Recaudación, tiene la obligación de comprobar
el importe consignado en la declaración y cargar
su importe exacto, recaía sobre dicha entidad.
Así lo avala notable jurisprudencia como la
Sentencia del Tribunal Supremo de 17 de abril
de 1999, o la de 10 de diciembre de 1999 del TSJ
de Cataluña.
No obstante, al personarnos en la oficina del
administrador de Hacienda correspondiente y
tras explicarle los hechos nos informó sutilmente
que su criterio era hacer recaer la
responsabilidad sobre el contribuyente, mucho
más sencillo y rápido desde el punto de vista
procesal, regularizando la situación mediante
liquidación con sanción. Tras explicarle la
existencia de jurisprudencia del alto Tribunal en sentido contrario me confirmó su proceder
invitándonos educadamente a recurrir al
Supremo. El cliente abono la cuota con sanción e
intereses y tuvimos que repetir contra la entidad
financiera.
Una tarde de diciembre, apunto de abandonar el
despacho para ir a mi casa, me pasaron una
llamada telefónica de un compañero, abogado,
que tenía un cliente absolutamente desquiciado
por un problema fiscal. Le cité para el día
siguiente dada su urgencia y se presentó en el
despacho taquicárdico y exaltado, asegurando
que llevaba toda la noche sin dormir. Se trataba
de un anciano de la huerta valenciana que había
poseído un pequeño terreno de unos 600 metros
cuadrados en el que había ubicada una típica
barraca. En el terreno el buen hombre cultivaba
apenas unas docenas de lechugas y tomates, que
utilizaba para autoconsumo o intercambio con
otros productos en pequeña cuantía. Resultó que,
por motivo de la ampliación de unas obras
públicas, le habían expropiado el terreno
habiendo percibido 20 millones de pesetas. Con
ellos había ayudado a casar a su hija y a adquirir
una pequeña vivienda a su hijo, no disponiendo
ya prácticamente de liquidez.
Al cabo de tres años había sido requerido por la
Inspección, donde se presentó el buen señor con
su hijo, un mozo peón de albañil.
El buen hombre, cuando le expropiaron, no había
declarado nada. Alguien, (un amigo de su hijo en
la obra “que su cuñada trabajaba en una
gestoria muy buena“) , le había dicho que las
ventas de inmuebles no tributaban
El actuario redactó una diligencia en la que hacia
constar que le había preguntado al buen hombre
si se dedicaba a la agricultura a lo que el
anciano, ignorante respondió “si siempre he
tenido el huerto aunque no he cotizado a la
seguridad social”. El funcionario redactó la
correspondiente diligencia y le hizo saber que
iba a preparar un acta por considerar que no
había sido declarado el incremento patrimonial
ya que entendía que, al ser un inmueble afecto a
la actividad de agricultura, no existían
reducciones por antigüedad, que de aplicarse
dejarían exenta la ganancia ya que el terreno
tenía 25 años. El buen hombre me preguntó ¿qué
es lo que me puede pasar? Miré los papeles,
levante las cejas y le contesté con cierto rubor
“Le quieren levantar un acta por la expropiación
de su terreno, que dado que le costó 100.000
pesetas tendría que tributar sobre 19.900.000
pesetas más la sanción y los intereses de
demora”. El hombre se puso a bramar
refiriéndose al inspector “¡¡le ofegue i despues
me pegue un tiro!!” (lo ahogo y después me
pego un tiro¡¡). Lo calmamos y le dijimos que se
fuera a su casa, que estudiaríamos el caso.
Me quede reflexionando y al repasar mis notas
observé que en la escritura de propiedad
aportada por el buen señor constaba como
propietaria del terreno su esposa, por herencia,
por lo que era privativo suyo y en consecuencia
no afecto por lo que la ganancia estaba exenta.
En la diligencia el actuario no hacía referencia
alguna a este extremo, a pesar de que hacía
constar que el coste de adquisición (100.000
pesetas) era el valor declarado en el Impuesto
sobre Sucesiones. Resolvimos el asunto, y
cuando firmé el acta de comprobado y conforme
el actuario no se mostró muy cómodo. Me quedé
con muy mal sabor de boca. Me hacía pensar,
presuntamente, en esa palabra mágica que
empieza por pre… y acaba por …car.
Y sin ánimo de generalizar, porque igual que hay
profesionales buenos y malos también hay
funcionarios buenos y malos, la Administración
como ente tiende a olvidar que está
indiscutiblemente en un peldaño superior al
contribuyente. Lo del trato de paridad, que ya la
exposición de motivos del Estatuto del
Contribuyente argumentaba, es sólo una panacea
y el motivo es que no existen medios legales
para evitar ciertos abusos que, a pequeña escala,
se pueden cometer todos los días en la relación
Administración- Administrado.
El sistema de prueba tasada puede vulnerar,
según algunos tribunales, el principio de
capacidad contributiva y lesiona el de tutela
judicial efectiva pues el contribuyente sufrirá
sanciones impropias por incumplimientos
formales que no implican el haber ignorado la
legislación tributaria en sus elementos esenciales
y vinculados a los fines realmente perseguidos
por el legislador, que sólo podrá rebatir mediante
recurso lo cual coartará a gran parte de
contribuyentes y, en cualquier caso producirá un
exceso de judicialización innecesario. Y si no
que se lo pregunten a los Tribunales Económicos Admistrativos. Por su parte el incremento de los
costes de cumplimentación derivados de las
obligaciones tributarias es desorbitado y debe
tenerse en cuenta para aplicar coherentemente la
noción de “ausencia de culpabilidad” cuando se
valora la actuación de un contribuyente.
Y al igual que los contribuyentes pagan su
culpabilidad en forma de sanciones cuando se
considera que actúan de forma reprochable,
también se les debería exigir, no la misma sino
más, responsabilidades a los representantes de la
Administración, cuando por falta de diligencia o
exceso de celo, emiten actos administrativos que
luego se recurren y anulan. De lo contrario nos
podemos encontrar con que, la Administración,
conocedora de los costes no reembolsables que
el contribuyente tiene que asumir, dicta actos
carentes de motivación (nulos y anulables)
vulnerando el principio de no arbitrariedad, y
pudiendo incurrir en prevaricación. Ande yo
caliente ….
No veo porque cuando un inspector incoa un acta
y se recurre y gana, la Administración no soporta
los gastos de letrados y asesores habidos y que
han sido precisos para demostrar el error del
inspector en la aplicación de la norma.
La condena en costas generalizada para la
Administración no se producirá, ya que
supondría indefensión para aquella. Sólo sería
posible acceder al reembolso de costes generales
probando ante un Tribunal una actuación
temeraria de la Administración. ¿Creen ustedes
que es viable pensar que un contribuyente de
bajo nivel lo intentaría?.
Tanto nuestro Estatuto como el artículo 106 de la
constitución y el 40 de la Ley RJAE, derogado
por Ley 30/92 LRJAP y PAC, así como la LGT
recogen la doctrina legal del “resarcimiento del
daño antijurídico”, extendiéndola, no sólo a los
avales aportados como consecuencia de las
sanciones, sino a los avales en general, puesto
que la “ratio decidendi” es la misma. Y ya está.
Me reafirmo en mi convicción de la ausencia de
la pretendida paridad Administración–
administrado.
Muchos han sido los contribuyentes que se han
sentado delante de mi mesa ofendidos e
incrédulos por las absurdas y desorbitadas
valoraciones realizadas por la Administración en
la transmisión de inmuebles. La inmensa
mayoría han sido anuladas en los Tribunales,
pero ello ha supuesto años de trabajo y los costes
correspondientes, además de quebraderos de
cabeza para el contribuyente. Es fácil emitir un
acto, presuntamente, sin ponderar sus
consecuencias cuando quien lo emite no tiene
nada que perder.
En una ocasión, un viejo graduado social, que
había colaborado en su juventud con nuestro
despacho, vino a verme trayendo consigo una
notificación de liquidación de la Cámara de
Comercio. El importe ascendía a 1.800 pesetas.
No obstante me argumentaba que era del todo
ilegal, pues la Ley de Cámaras le exoneraba de
tal exacción y existía numerosa jurisprudencia al
respecto. Lo recurrimos, siendo obvio que no
merecía la pena, por cuestión de compañerismo y
se ganó. Lo curioso es que la Cámara,
presuntamente conocedora como nosotros de la
improcedencia de la exacción, la estaba
notificando de forma generalizada….
Presuntamente, claro está.