APIFE CONTRA LA AEAT o IR DE PUTO A PUÑETERO
Compartir en Twitter
Hace unos días El País publicaba una información firmada por la periodista Concha Martín en que se hacía eco
de un documento aprobado por unanimidad en el XIII Congreso de APIFE (Asociación Profesional de
Inspectores de Finanzas del Estado), colectivo que agrupa a la mayoría de inspectores de Hacienda.
El documento aprobado por APIFE denuncia el escaso esfuerzo para combatir el fraude fiscal que despliegan
las autoridades superiores de la Agencia Tributaria y describe hasta un total de catorce coladeros fiscales,
propiciados por la normativa. Aseguran, según C.M., que el fraude va en aumento, especialmente en los
sectores financiero e inmobiliario. E indican que las sentencias por delito fiscal han caído en picado, de 293 en
1997 a 38 el pasado año 2002. Suponemos que se refieren a sentencias condenatorias. Porque las
absolutorias no les deben de gustar a estos aguerridos hombres de Harrelson. Anuncian, por otra parte, que
estaban devolviendo por dignidad las 50.000 PTA lineales con que el Ministerio había mejorado sus incentivos.
Y eso que hemos perdido un 20% de poder adquisitivo en los últimos años. Pobrecillos. En el día de hoy, 2 de
noviembre, la denuncia de los inspectores merece el honor de un editorial en El País, que arremete contra las
autoridades de Hacienda por su lenidad en la lucha contra el fraude.
Al día siguiente, de la primera noticia, El País se hacía eco de un comunicado remitido por el director de la
Agencia Tributaria, Salvador Ruiz Gallud, quien pasaba al contraataque, acusando a los celosos agentes de la
lucha contra el fraude de tergiversar los datos, para tratar de politizar un problema que es una mera
reivindicación de mejoras salariales. Según S.R.G., la dirección de APIFE, desde una posición muy
radicalizada querían convertir a la asociación en un sindicato, para lo cual habían invitado a su congreso al
Sindicato Español de Pilotos de Líneas Aéreas y a la Unión Sindical de Controladores Aéreos. Leyendo estas
cosas, uno se rejuvenece, porque, con un poco de imaginación, pueden oírse sonar al fondo las notas de la
Internacional. Arriba, parias de la tierra, en pie famélica legión.
Ya he dicho que el Congreso de APIFE en que se aprobó el documento era el número XIII. No quisiera caer en
superstición, porque es pecado y me podría condenar. No hay que creer que haya números que traen mala
suerte, Pero haberlos, haylos. Al último rey de España que llevó ese número, si que se la trajo, mala suerte. I
tant!
APIFE tiene una trayectoria gloriosa y no habría de quebrarla por osar enfrentarse con el poder constituido.
Uno de sus asociados fue nada menos que el presidente Aznar. De manera que puede decirse que todos los
apifos llevan en su mochila un bastón, no ya de presidente de APIFE, sino de presidente del Gobierno.
Presidente de APIFE fue Barrio de Penagos, autor de una frase famosa que estampó en una circular interna:
La sociedad tiene que enterarse de que los inspectores de Hacienda existimos y de que tenemos poder.
También fue presidente de APIFE Pilar Valiente, aquella ilustre promujer de inmaculada trayectoria, que se
cubrió de gloria cuando lo de Gescartera. Asociados ilustres de APIFE fueron también Huguet, Aguiar, Pernas,
Abella, Lucas y otros varios presuntos inocentes. Por cierto que, cuando lo de Huguet y Aguiar, el entonces
presidente Barrio de Penagos propuso que la Asociación les pagase los gastos de defensa jurídica. Habría
sido un buen detalle, les coses com siguin.
¿Quien tiene la razón en esta picabaralla, APIFE o la Agencia Tributaria? La verdad es que me resulta difícil
tomar partido, porque una y otra benéfica institución van de puto a puñetero, por decirlo con una expresión que
le era muy dilecta a mi difunta bisabuela maragata Robustiana Alonso.
Que entre las prioridades del Gobierno actual no figura combatir el fraude fiscal, especialmente el que se cobija
entre los sectores inmobiliario y financiero es un hecho naturalísimo. Causar dolores de cabeza a estos
respetables sectores económicos no suele ser especialidad de los gobiernos conservadores en ningún país del
mundo. Menos en el nuestro, en el que los sectores inmobiliario y financiero mantienen abundantes y
fructíferas conexiones con sujetos próximos al poder o alojados en el mismo seno de poder. Que el actual
presidente y el actual director general de la Agencia han sido nombrados por el actual Gobierno es otro hecho
de una claridad meridiana. El presidente de la Agencia, Ruiz Ponga es del Opus, como su jefe Montoro. E.R.P.
fue, hasta poco antes de su nombramiento, asesor fiscal al servicio del BBVA.
Entonces, ¿qué pretende APIFE, que un señor del Opus, al servicio de un gobierno de derechas y vinculado
profesionalmente con el sector financiero se dedique a combatir el fraude fiscal promovido desde el sector
financiero? ¿Se han vuelto locos? Hasta aquí podíamos llegar. Don José Ortega y Gasset contaba que un
picador de toros que, en la antigua plaza de Madrid, se retiraba entre los silbidos y los insultos del público,
después de haber picado, según él como los ángeles, iba diciendo: Pero qué quedrán? Pues eso habría que
decirles a los de APIFE: Pero qué quedréis, desgraciados?
Como enseñaba mi maestro Baruch Spinoza, es una insensatez ir contra las leyes de la naturaleza. Que los
políticos conservadores no tiran piedras contra su propio tejado es una ley de naturaleza. De la naturaleza
humana.
También da bastante risa que sea APIFE quien denuncia que uno de los coladeros es la oferta de productos
financieros opacos, diseñados a través de una combinación de testaferros y paraísos fiscales. En efecto, así
es. Pero digo que da risa, porque es notorio que, de vez en cuando, los grandes despachos de Madrid y de
Barcelona dedicados a esta industria organizan sesiones de estudio que son, en realidad, ferias de venta de
estos productos opacos. Y, para dar mayor credibilidad a estas sesiones de estudio, suelen hacer figurar entre
los ponentes a inspectores de Hacienda, que sería ingenuo pensar que lo hacen gratis. ¿Tengo que dar
nombres?
Por otra parte, ya que vamos de frases hechas sobre piedras, quien esté libre de pecado, que tire la primera.
Ésta frase hecha va a misa, porque está en el Evangelio y la firma nada menos que Jesús de Nazareth. Los
Inspectores de Hacienda no son los más autorizados para denunciar el escaso celo de las autoridades en la
persecución del fraude fiscal, porque ellos han sido los primeros en cultivar amorosamente durante años la
pervivencia del fraude fiscal, como quien cultiva una planta ornamental.
La raíz de todo el mal está en el insensato sistema de incentivos de productividad basados en la cuantía de las
actas levantadas. A cada equipo inspector se le señalan anualmente unos objetivos en euros. Si no los
alcanza, no cobra incentivos. Y si los sobrepasa, aumentan éstos. Si los tribunales anulan las actas por ser
contrarias a derecho, no pasa nada. Hace unos años el diputado Joan Saura preguntó al ministro Rato si, en
estos casos, se retrotraían los incentivos. La respuesta fue que no, porque esto desincentivaría las actas de
disconformidad. El resultado es que la litigiosidad tributaria en España no tiene parangón en ningún país del
mundo. En estos momentos, existen más de cien mil litigios pendientes de resolución ante los tribunales
administrativos y jurisdiccionales. Esto en un país que acuñó el proverbio pleitos tengas y los ganes.
Este sistema cuyo origen en España se remonta a la dictadura de Primo de Rivera y que floreció
singularmente durante el franquismo, no tiene equivalencia en ningún país normal. Y es contrario a la
Constitución, cuyo artículo 101.3 predica que la Administración Pública sirve con objetividad los intereses
generales. Seguramente, el pago de comisiones es una vía excelente para vender enciclopedias o seguros.
Pero no es instrumento adecuado para combatir el fraude fiscal.
Primero, porque, como queda dicho, es contrario a la Constitución. Segundo, porque genera intereses de la
organización y de los funcionarios contrarios al fin perseguido. (La Agencia se financia con un porcentaje sobre
la recaudación obtenida por sus actuaciones, de cuyo porcentaje se nutren los fondos de incentivos. El
porcentaje no gira sobre la recaudación de impuestos total, sino sobre las liquidaciones practicadas por la
Administración). Bajo estas premisas, la organización y sus agentes tienen interés en que se mantenga un
cierto nivel de fraude, a ser posible creciente. No hay que matar la gallina. Esta frase la oí pronunciar, siendo
yo inspector de Hacienda, en época franquista, a compañeros más veteranos, que me aconsejaban no apretar
demasiado.
Y la mejor prueba de que así siguen funcionando las cosas es que, hasta el día de hoy, los jerarcas de la
Agencia esgrimen cada año sus triunfales estadísticas, según las cuales la lucha contra el fraude ha sido un
éxito, porque se han levantado más actas y más gordas que el año anterior. Pero es que, si al cabo de
veinticinco años de combatir el fraude fiscal, el fraude es creciente, apaga y vámonos.
Durante la Transición, el ministro Fernández Ordóñez, que conocía bien el guiso, por haber sido cocinero antes
que fraile, intentó acabar con el sistema de incentivos basados en la cuantía de las actas, sustituyéndolo por
otro basado en la calidad del trabajo, valorado por la junta de jefes. Pero fracasó, porque sus antiguos
compañeros, que formaban un grupo de presión no menos poderoso que los actuales apifos, boicotearon el intento.
Cuando el honesto político Josep Borrell, ascendió en 1982 a la Secretaría de Estado de Hacienda, no pudo
dejar de plantearse el tema. En aquel momento ejercían cierto ascendiente sobre él los hoy presuntos
inocentes Huguet y Aguiar. El paradójico resultado de este asesoramiento es que se regresó, en nuestro tema,
a la vía franquista. Digo paradójico, porque se suponía que Huguet y Aguiar eran progresistas. Aguiar
procedía, como yo, del PSUC.
Cuando escribí, antes, que en ningún país normal existía un sistema de incentivos parecido al español, me
refería, claro está, a Europa, que es donde hay algunos países normales. En USA existió, hasta 1998, un
sistema semejante al nuestro. Es posible que Josep Borrell, cuya formación académica se completó en
América, bebiese en aquellas cristalinas fuentes. Tal vez no sea causal que la denominación elegida para la
Agencia Tributaria fuese una traducción casi literal del apelativo de su homóloga americana: Tax Agency.
En 1997, como consecuencia de numerosas denuncias de ciudadanos y de los propios funcionarios, el Senado
de Estados Unidos abrió una investigación sobre el funcionamiento de la Tax Agency. El resultado fue la
aprobación, en 1998 de la Ley (Act) de Reestructuración y Reforma del Servicio de Rentas Internas (RRA).
La Memoria que acompañaba a la RRA indicaba que en ningún caso serían utilizadas mediciones del
rendimiento que clasifiquen a funcionarios o grupos de funcionarios basadas exclusivamente en resultados de
la gestión, establezcan objetivos en dólares liquidados o recaudados o de otra manera desvíen el trato recto
(fair treatment) para con los contribuyentes. La sección 1204 de la RRA establecía la prohibición de utilizar los
aumentos de la gestión tributaria para evaluar o para imponer o sugerir cuotas de producción u objetivos para
cualquier funcionario del IRS.
…
La RRA fue presentada ante el Congreso por el presidente Clinton con un duro discurso, en el que afirmó:
Como la mayoría de los americanos, me he sentido sinceramente contrariado por las historias de nuestros
ciudadanos, acosados y humillados por lo que para e/los es una todopoderosa, incontrolable y frecuentemente
sorda agencia estatal.
Dicho sea de paso que en Cataluña sabemos algo de acoso y humillación desde la Administración tributaria.
Pero dejemos este tema para otra ocasión.
Hay todavía un tercer motivo por el que un sistema de incentivos económicos como el que practicaba la
Administración USA y practica la española es inadecuado. Y es que un sistema de este tipo no estimula en
realidad la lucha contra el fraude, contra el verdadero fraude. Todos los profesionales del asesoramiento fiscal
sabemos que la gran mayoría de las actuaciones de la inspección son lo que llamamos actas de despacho, es
decir, liquidaciones practicadas sobre los datos declarados por el contribuyente, a los que se aplica una distinta
interpretación legal. Verdadera investigación rara vez se hace. Y es que la investigación no es rentable, porque
exige tiempo, esfuerzo, ingenio y, a veces riesgo, incluso físico. Todo para un resultado incierto.
intento.
Los apifos, que tan celosos se muestran por el interés general, han tenido muchos años para intentar acabar
con el fraude fiscal. Y no lo han hecho, ni lo han intentado siquiera. Cada año se cometen en España muchos
delitos económicos, que son, además, delitos fiscales. La Inspección de Hacienda está en una posición
privilegiada para detectar esos delitos, porque dispone de una base de datos exhaustiva. Roldán o Mario
Conde recibían todos los años devoluciones millonarias de IRPF, hasta que fueron denunciados. Pero no por
la Inspección de Hacienda, sino por la Fiscalía. El ejemplar empresario Javier de la Rosa no tuvo nunca
problemas con Hacienda hasta que los tuvo con la Justicia. Las redes de narcotraficantes – también
delincuentes fiscales – jamás han sido descubiertas por la Inspección de Hacienda, sino por la Guardia Civil.
Los fabulosos negocios que hoy se mueven en torno a la explotación de la prostitución y de la inmigración
ilegal permanecen en la total opacidad e impunidad fiscal.
Con estos antecedentes, es por lo menos sarcástico que APIFE denuncie que las condenas por delito fiscal
hayan descendido desde 293 en 1997 a 38 en el año 2002. Veamos. Cuando descienden las condenas por
homicidio o por delitos contra la propiedad, los ciudadanos solemos ponernos muy contentos, porque es signo
de que retroceden las conductas contrarias a la civilidad.
Si descienden los delitos fiscales, también tendríamos que ponernos contentos. Si APIFE no comparte esta
satisfacción de la ciudadanía en general, sus motivos tendrá. Indaguémoslos. Sin duda, la benéfica asociación
sospecha que en 2002 se cometieron tantos delitos fiscales o más que en 1997. Pero estos no fueron
perseguidos. Ahora bien, la responsabilidad de promover la persecución de los delitos fiscales, denunciándolos
a la Fiscalía corresponde, precisamente, a los inspectores de Hacienda.
A partir de aquí, caben varias hipótesis:
Primera hipótesis: los inspectores de Hacienda hicieron pocas denuncias por delito fiscal o estas denuncias no
estaban suficientemente fundadas. Bajo esta hipótesis, o se cometieron pocos delitos – y volvemos a ponernos
contentos – o los inspectores no supieron descubrirlos o no los denunciaron. Los inspectores no quedan muy
bien.
Segunda hipótesis: los inspectores hicieron muchas y bien fundadas denuncias por delito fiscal. Pero los
Delegados de la Agencia no consideraron pertinente pasarlas a la Fiscalía.. Sólo tenemos que recordar que
los Delegados de la Agencia son también inspectores y la mayor parte de ellos pertenecen a APIFE.
Tercera hipótesis: las muchas y bien fundadas denuncias por delito fiscal fueron tramitadas, pero el fiscal
decidió arbitrariamente no querellarse. Bajo esta hipótesis, yo, en el lugar de APIFE, denunciaría al fiscal por
prevaricación.
Cuarta hipótesis: el fiscal se querelló, pero el juez sobreseyó arbitrariamente el asunto o dictó arbitrariamente
sentencia absolutoria. En este caso, el prevaricador sería el juez.
Sólo me resta apuntar un dato para juzgar sobre la verosimilitud de las distintas hipótesis enunciadas: ni los
fiscales ni los jueces perciben incentivos económicos en función del resultado de sus actuaciones.