La vía muerta económico-administrativo

 

Las expectativas que había despertado la futura Ley General Tributaria (en

adelante, LGT) en materia de revisión de actos a instancia del contribuyente, se

han visto frustradas con la aprobación definitiva de la norma que va a regular esta

cuestión en los próximos años. En efecto, muchas eran las esperanzas de que

algo cambiase en materia de reclamaciones y Tribunales económico

administrativos. Como sabemos, la vía económico administrativa es la última

oportunidad de que dispone un contribuyente para que se revise un acto

administrativo tributario antes de acudir a los Tribunales de Justicia.

 

Pues bien, como comentaremos a continuación, las novedades

en la nueva LGT han sido escasas y desde luego no han

respondido a lo que se esperaba por parte de los especialistas en

cuestiones fiscales.

 

Los Tribunales económico administrativos (en adelante, TTEEAA), o la vía

económico administrativa, lo que se prefiera, adolece de unos defectos que

reclamaban una reforma para mejorar la situación actual. Y este debería ser a mi

juicio el punto de partida cuando se aborda esta cuestión: la vía económico

administrativa era y es manifiestamente mejorable. Esa reforma pasa

precisamente por una renovación de lo existente sin necesidad de su supresión.

 

Entre los aspectos positivos de la vía económico administrativa podemos destacar

la función de filtro que realiza, debiéndose tener en cuenta que cada año se

presentan aproximadamente 170.000 reclamaciones (la resolución de estas

reclamaciones, a su vez, es impugnada ante los Tribunales de Justicia en un

porcentaje del 10-15%). Otro de los aspectos positivos es la gratuidad, pues no es

necesario Abogado ni Procurador para presentar una reclamación económico

administrativa. Por último, se puede destacar la especialización de los integrantes

de los TTEEAA.

 

Entre los aspectos negativos encontramos la excesiva demora con que se

producen las resoluciones, o el plazo de un año que debe esperarse si no se ha

dictado la resolución para poder acudir a los Tribunales de Justicia. Además, si

bien está reconocida la indemnización por los costes de los avales presentados

que han servido para suspender la ejecución del procedimiento, nada se dice en

nuestra normativa sobre la indemnización de los gastos en que se ha incurrido si

se ha tenido que acudir a un experto en fiscalidad para obtener un fallo

estimatorio de los TTEEAA.

 

Pero tal vez uno de los aspectos más criticados ha sido el de la

composición de los TTEEAA, con el consiguiente decantamiento

en los fallos o resoluciones hacia las tesis defendidas por el

Ministerio de Economía y Hacienda.

 

Como sabemos, todos los vocales y presidentes de los TTEEAA son funcionarios

y ello ha contribuido a poner en tela de juicio la presunta independencia de estos

órganos del Ministerio de Economía y Hacienda. Existe al respecto un dato muy

significativo: el 50% de los recursos contencioso administrativos presentados ante

los Tribunales de Justicia contra resoluciones de los TTEEAA son estimados

(fuente: Inspección General del Ministerio de Economía y Hacienda).

 

Tanto la Comisión de expertos creada para el estudio y propuestas de medidas

para la reforma de la LGT, en su informe de 2001, como la Comisión que estudió

el anteproyecto de LGT elaborado por la Dirección General de Tributos del

Ministerio de Hacienda, en su informe de 2003, se pronunciaron por la

introducción del arbitraje o la conciliación. Sin embargo, la LGT finalmente

aprobada en 17 de diciembre de 2003 optó por la continuidad,

desaprovechándose así la oportunidad para iniciar este siglo con un

planteamiento diferente al que existía en 1881 (cuando se instaura la vía

económico administrativa) el cual, prácticamente ha permanecido en lo sustancial,

inalterado hasta nuestros días.

 

La LGT podía haber establecido cualquiera de los dos modelos que analizaremos

a continuación:

 

A) Junto con el mantenimiento del actual sistema de recursos (reposición,

reclamación económico-administrativa y recurso contencioso-administrativo)

implantar la posibilidad de acudir a un arbitraje de forma voluntaria, cuya

resolución tendría fuerza de cosa juzgada y, consiguientemente, no sería

recurrible ante la Jurisdicción Contencioso Administrativa (en adelante, JCA). Por

tanto, el contribuyente debería decidir por cual de las dos vías (la tradicional de los

recursos y reclamaciones o la del arbitraje) quiere encauzar su discrepancia con la

Administración.

 

No sería posible en cambio, pues sería inconstitucional, suprimir

los recursos administrativos e implantar un arbitraje cuya

resolución no fuese recurrible ante la JCA (el llamado arbitraje

obligatorio).

 

B) Establecer un arbitraje cuya resolución fuese recurrible ante la JCA, es

decir, apostar por la sustitución de los recursos administrativos o reclamaciones

por otros medios de solución de conflictos tributarios, en la línea apuntada por los

artº 88 y 107.2 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y

del Procedimiento Administrativo Común de 26 de noviembre de 1992 (en

adelante, LRJPA). Este último precepto (el artº 107.2) establece la posibilidad de,

mediante ley, sustituir el recurso de reposición y el de alzada “por otros

procedimientos de impugnación, reclamación, conciliación, mediación y arbitraje,

ante órganos colegiados o comisiones específicas no sometidas a instrucciones

jerárquicas, con respeto a los principios, garantías y plazos que la presente Ley

reconoce a los ciudadanos y a los interesados en todo procedimiento

administrativo”. Como vemos, la LRJPA habla de conciliación, mediación y

arbitraje. La conciliación consiste en que un tercero trata de acercar posturas y que se alcance un acuerdo. En la mediación, un tercero trata de acercar posturas

y/u ofrece una solución al conflicto. Por último, en el arbitraje, las partes deciden

someter la resolución de un conflicto a un tercero que decide con fuerza de cosa

juzgada. De las tres figuras que contempla el artº 107.2 de la LRJPA parece la

más adecuada, para resolver los problemas actuales planteados, la del arbitraje.

En este sentido podía haberse establecido el arbitraje como nueva fórmula en

materia tributaria para solucionar las controversias y evitar el recurso contencioso

administrativo.

 

El arbitraje en materia tributaria es perfectamente posible y no pugna en absoluto

con los artº 24 ni 117 de la Constitución, pues no excluye, tal y como lo plantea el

artículo 107.2 de la LRJPA, la intervención de los Tribunales de Justicia en una

fase posterior. Es decir, la introducción del arbitraje no supondría alterar el

régimen actual de acceso a la JCA en materia tributaria. Ciertamente, la LRJPA

utiliza el término arbitraje de forma inapropiada ya que el arbitraje excluye la

posibilidad de acudir a la JCA. Pero es que el artículo 107 no está planteando

instaurar el arbitraje de forma paralela y optativa a los recursos administrativos

tradicionales, sino sustituir los recursos administrativos tradicionales por el

arbitraje u otros mecanismos.

 

Si se estableciese un arbitraje puro (el que he descrito en el

modelo A) tampoco sería contrario a la Constitución, dado que el

contribuyente se habría sometido al mismo de forma voluntaria,

con renuncia al acceso a la JCA, pero habiendo podido optar por

la vía de los recursos administrativos tradicionales y por el

recurso contencioso.

 

Con el arbitraje se daría respuesta, por otra parte, al principio de eficacia

consagrado en el artº 103 de la Constitución, situando a los contribuyentes y a la

Administración en una posición no de igualdad, como se ha propugnado en

algunas ocasiones, pero sí por lo menos de equilibrio o paridad en el tramo final

de la vía administrativa, antes de acceder a la JCA.

 

El arbitraje tampoco pugna con el principio de legalidad ni con el de

indisponibilidad del crédito tributario y, en este sentido, la propia Ley General

Presupuestaria viene a admitirlo en su artículo 7º. Lo único que requiere es que se

regule por ley, es decir, que se desarrolle su implantación como fórmula para

resolver los conflictos tributarios. De hecho, ya existen precedentes en nuestro

ordenamiento jurídico, como por ejemplo, la tasación pericial contradictoria

regulada en el artº 135 de la LGT, la Junta Arbitral regulada en los artículos 23 y

24 de la Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas (LOFCA),

etc. Por consiguiente, estamos defendiendo la implantación de un arbitraje

estructurado, previsto y regulado por la Ley, es decir, el llamado arbitraje

administrativo.

 

Si el legislador optase en el futuro por el arbitraje del artículo 107 de la LRJPA, el

arbitraje debería establecerse por ley con carácter obligatorio, es decir, forzoso.

 

Por tanto, si el contribuyente no está de acuerdo con la actuación de la

Administración, sólo puede acudir al Tribunal Arbitral como paso previo al acceso

a la JCA, debiendo estar la Administración y el contribuyente a lo que se decida

por el Tribunal Arbitral mediante el laudo correspondiente, salvo que el

contribuyente o la Administración acudan a la JCA. El laudo arbitral por el que se

decida el conflicto no debería dictarse atendiendo a la equidad. Los árbitros por

tanto, deberían resolver “en Derecho”.

 

Los Tribunales Arbitrales deberían actuar de forma unipersonal o

colegiada según la cuantía del asunto o la complejidad del

mismo. Es decir, no tiene sentido un órgano colegiado para

solventar asuntos de escasa cuantía o complejidad, y por las

mismas razones, el órgano colegiado de árbitros sería necesario

para determinados asuntos complejos.

 

En cuanto a los actos o actuaciones de la Administración que se podrían someter

a arbitraje, deberían incluirse tanto los actos de contenido económico como los

actos de contenido no económico relacionados con tributos y exacciones

parafiscales. Tal vez deberían incluirse también los ingresos de Derecho público,

o al menos, los actos relacionados con la vía de apremio de los mismos. Por otra

parte, a mi juicio no debería limitarse el arbitraje por razón de la cuantía,

debiendo tener la posibilidad, cualquier contribuyente, de acceder a los Tribunales

Arbitrales.

 

Respecto a los árbitros, deberían ser imparciales, inamovibles y seleccionados de

forma pública y objetiva, debiendo ser todos ellos, como mínimo Licenciados en

Derecho y expertos en Derecho tributario, estableciendo la normativa que los

regule causas de abstención y recusación, y un régimen riguroso de

incompatibilidades. Los árbitros, por el hecho de serlos, no pasarían a ser

funcionarios públicos, estando retribuidos con cargo a los Presupuestos generales

del Estado.

 

En los Tribunales Arbitrales deberían existir representantes de la Administración y

de los contribuyentes, pudiendo estar presidido el Tribunal por un Magistrado. La

composición debería ser en un cincuenta por ciento de funcionarios de las

Administraciones tributarias y el otro cincuenta por ciento en representación de los

contribuyentes. Los representantes de la Administración lo serían de cada una de

las Administraciones (estatal, autonómica o local) según el tributo que se discuta.

En cuanto a los representantes de los contribuyentes, debería asumirse la

importancia de la participación de los ciudadanos en las tareas públicas, lo cual

podría traducirse en que dichos representantes no sean únicamente personas

procedentes del asesoramiento fiscal o de la Universidad sino también, por

ejemplo, de las organizaciones de consumidores y usuarios, siempre y cuando

cumplan los requisitos antes enumerados de licenciatura en derecho y ser

expertos en Derecho tributario.

 

Respecto al procedimiento, debería estar caracterizado por la celeridad y sencillez

pero, en ningún caso, establecer plazos de imposible cumplimiento. El plazo de

resolución debería situarse entre los 3 y 6 meses como máximo. En cuanto a la

suspensión de la ejecución del acto controvertido, si se implantase la misma sin

prestación de garantía ello podría provocar un estímulo para acudir al Tribunal

Arbitral, contrapuesto a la finalidad que se pretende alcanzar de reducir la

litigiosidad. Una posible solución sería establecer la suspensión automática sin

necesidad de garantía pero pareja a la obligación de satisfacer intereses

suspensivos o de demora en los siguientes supuestos: a) desestimación total de

la pretensión del contribuyente, b) estimación parcial de las pretensiones, y c)

estimación total de la pretensión pero subsistiendo el deber de ingresar (por ej.: si

la cuota era de 100 euros y el contribuyente entiende que la correcta debía ser de

80 euros y finalmente el Tribunal Arbitral dicta un laudo por el que se fija la cuota

correcta en 80 euros).

 

Quedaría por último abordar el tema del silencio. Aunque tradicionalmente nuestro

Derecho administrativo y tributario se ha decantado por conferir al silencio

carácter negativo, tal vez debería plantearse la atribución de carácter positivo al

silencio como mecanismo para que los responsables políticos se tomasen en

serio el tema de la resolución rápida de los conflictos con los contribuyentes.

 

La rapidez está reñida con la escasez de recursos humanos y con

las restricciones presupuestarias. Con independencia de los

miles de asuntos que debieran resolver los Tribunales Arbitrales,

éstos no tendrían dificultad alguna en despacharlos en un plazo

máximo de seis meses si dispusiesen de los medios para ello.

 

Sin embargo, como señalaba al inicio de las presentes reflexiones, la LGT se

muestra continuista respecto a la vía económico-administrativa. A pesar del

cambio que se ha producido en los últimos años en un sector de la doctrina

respecto a la admisibilidad del arbitraje o figuras afines, al legislador le debe haber

parecido prematuro implantarlas en España. No obstante, no hace falta esperar a

la aprobación de una nueva LGT para ver regulados estos mecanismos de

resolución de conflictos, pudiendo implantarse en los próximos años mediante la

pertinente modificación de la LGT aprobada en 2003.