
¿Por qué pagamos los impuestos? Prólogo del libro Tax Morale
Compartir en Twitter¿Por qué pagamos el impuesto? La respuesta fácil es que lo hacemos por miedo a la sanción. Pero, no es suficiente. La incógnita es que son más los que pagan, que los que no lo hacen. Si hubiera tanto miedo; todos pagarían, lo cual no es cierto y, al contrario, los que ordinariamente pagan lo hacen por intrínsecas motivaciones a las que las sanciones les son relativamente ajenas.
Debe haber alguna otra razón. Y la hay: las motivaciones intrínsecas, extrínsecas, las normas sociales conducen a un comportamiento genérico de cumplimiento, que no de incumplimiento, dentro del cual la punición ocupa un lugar, pero que no es determinante. Cumplir con el impuesto es parte de un deber cívico más amplio y cuyo fundamento es cuasi voluntario, cuasi espontáneo. Al límite, pagamos porque queremos hacerlo.
La Tax Morale es la reconstrucción de la relación de la persona con los poderes públicos y el reconocimiento del valor social de cada uno, en su soledad, junto a los demás, en la ética del conjunto. El fundamento del cumplimiento del impuesto acredita la mínima solidaridad, la mínima justicia, el mínimo bien común. El impuesto es la democracia fiscal.
La Tax Morale no es dogma de fe y oscila con el tiempo y las circunstancias: desde la credibilidad hasta expresión última de la perplejidad ciudadana. A mayor moral fiscal, más cumplimiento y, a la inversa, a menor moral fiscal, menos cumplimiento Si no hay confianza ni legitimidad; tampoco se reconoce integridad en el comportamiento de los poderes públicos y, a la par, si solo cumplen con su impuesto los que no pueden ni tienen aptitud para dejar de hacerlo. Estos, que son los cumplidores habituales, difícilmente emigrarán a una jurisdicción de nula fiscalidad, ni tienen recursos para contratar la sofisticada industria de elusión y evasión fiscal.
No es casual que el viejo pensamiento científico de la Escuela política de la Hacienda Pública explique el desasosiego social, mejor que cualquier contribución actual. La moral como política se disfraza bajo la forma de las ilusiones financieras y la corrupción institucional para inducir a error al ciudadano. Debajo de la alfombra se acumulan las mentiras y la manipulación de la ignorancia.
Es curioso que todos los movimientos sociales o políticos de protesta de nuestros días reiteren la queja, desde la derecha o la izquierda, en contra del establishment o de la casta. La realidad brutal que representó la crisis financiera de 2008 se ha hecho carne en el significado social colectivo. Hay poderes económicos que son incontrolables y poderes políticos que están a su dependencia. Ambos participan de la ceremonia del engaño. El ciudadano olvidado, ajeno lo que otros deciden sobre su vida, toma distancias del pensamiento oficial que apenas le concierne.
La erupción del populismo, definido como la exhibición de cada queja colectiva de más de uno, sin jerarquía ni verticalidad aparente, estrictamente asamblearia y sobre el universo de las discrepancias, es un serio toque de atención a la institucionalidad jerárquica y vertical centralizada del desorden, provocado por la codicia extendida e ilimitada, que la globalización proporciona a algunos.
Después de la caída del marxismo, caen los que se veían como felices herederos, sea el neoliberalismo o la socialdemocracia. Nadie puede con el mercado financiero, con la empresa transnacional, con los muy ricos.
No son los políticos, es la política; no es la empresa, es la gran empresa; no es el banco, sino el sistema financiero; no es el rico por sus méritos y capacidad, sino el muy rico, por especulación y avidez.
El impuesto es el terreno privilegiado del engaño. No hay reparto desde los poderosos hacia los menos afortunados; más bien al contrario, es la mayoría la que alimenta el bienestar de los menos. Y la motivación intrínseca del contribuyente para el pago del impuesto aparece lastrada, cada vez más, por la incredulidad o la desafección. No es por azar que la economía informal aumente paso a paso a medida que se hace evidente que no todos ni los más importantes cumplen con su deber cívico de contribuir al gasto público. Es un segmento social que ahora comprende tanto a los que ignoran al impuesto desde su marginalidad cuanto a las clases medias empobrecidas por el descuido y la arrogancia de la opresión burocrática.
La verdadera tragedia es la desilusión financiera. Una verdad crítica que no atina en el blanco de la opacidad del poder político ni económico. La difusión de las ilusiones financieras y la corrupción institucional carcomen las bases del sistema tributario. Y de esto hay sobrada información y conocimiento. Sería un error pretender que esto no lo sabe el ciudadano colectivo.
Hasta ahora nos salva la autonomía moral del contribuyente que quiere creer en su sacrificio como medio de alcanzar beneficios futuros. El misterio es hasta cuando. En algún momento sospechará que los poderes públicos no defienden su interés personal como si les fuera propio y retirará su consenso tácito. El conflicto sobrevenido no será un buen sitio para cobijarse.
Ya se ve que no se retrata una revolución pendiente; sino una oscura pendiente en la que hemos caído y por la que seguimos rodando.
Las amenazas de cinismo y escepticismo que nos asolan explotan en senderos inesperados de insatisfacción. Quien sabe si la resistencia fiscal no será la próxima estación de la protesta, en la idea que hay otra forma posible de justicia, de solidaridad, de bien común, en suma, de cumplir con la palabra empeñada. La confianza tarda una eternidad en conseguirse; pero, huye en un instante.