El Forum, El Carmel y los Juegos Windsor Olímpicos
Compartir en TwitterHay veces que las catástrofes son señales de conocimiento, antes que de advertencia, presentándose a la opinión pública como el resultado apreciable de la incompetencia. No es que no puedan ocurrir accidentes o desastres, sino que cuando pasan se multiplican sus daños por incuria, negligencia, desatención de los que deberían estar concentrados en evitarlos.
Los sucesos del barrio de El Carmelo – ahora te llaman Carmel – y del edificio Windsor emparejan en el suceso a los dirigentes de Cataluña y Madrid. Hay un fraterno lazo común que les une. La desidia no es reprochable cuando es un vicio particular, pero para un político es causa inmediata de renuncia. La incapacidad no se puede pagar en el cargo público.
Maragall y Clos o Aguirre y Gallardón no pueden escudarse en la teoría del accidente. Ellos no son aseguradores, sino políticos encargados de velar por la seguridad de la población. Y, por lo tanto, si no supieron prevenir el riesgo, los hechos a posteriori no les redimen, sino que, al contrario, les culpan y responsabilizan.
Hay una deformación grave que nos gobierna a todos los niveles y que aflora en estos momentos. Trabajar para la foto, para el ombligo propio, para el exhibicionismo grotesco. Es un mal de la sociedad del espectáculo que no puede constituirse en leit-motiv de la acción pública. El servicio público, precisamente, ordena preocuparse de los temas necesarios para la vida cotidiana y las satisfacciones inmediatas del ciudadano. El circo Soleil es para los artistas. Vemos peligrosamente que el Forum despilfarrador o el Olimpo inútil obsesionan más que la red de alcantarillado, el tráfico urbano, las colas de espera en los ambulatorios o, finalmente, pero no por último, la estabilidad de los edificios urbanos, sus condiciones de seguridad mínima.
Hay un generalizado cinismo político que reivindica como positivo los servicios de auxilio. Hubo una catástrofe, pero, gracias al socorro no lamentamos ni víctimas ni heridos. El fracaso no está en el auxilio posterior, sino en el derrumbe, en el edificio emblemático que se incendia porque no le funcionaban sus sistemas de prevención.
Es fácil decir, como se ha dicho, que hay un error, pero lo que pasó es un accidente. Pero es un argumento falso. Si hubo error fue por causa humana y el accidente pasa porque no funcionan los mecanismos elementales de control previo.
El resultado del Carmel – antes se llamaba El Carmelo – dan razón a quienes como Juan Marsé, extrañamente silenciado, acusan a la Barcelona del diseño, de la apariencia. El autor de Últimas tardes con Teresa tiene toda la razón. Hay un tipo político que piensa solo y exclusivamente en su apariencia y en la apariencia de lo que hace y le importa un pito de lo que le pasa a la gente.
Será que todos somos prisioneros de la estupidez. Basta con ver a los ciudadanos de Madrid acercándose al Windsor para fotografiarlo (sic), como si se tratara de una fiesta popular. Pero, aún así, hay víctimas que no salen en las fotografías, que están llorando la pérdida de sus recuerdos, de su topografía o, peor, llorarán la pérdida del empleo.
Mientras tanto, el circo. No hay derecha ni izquierdas. Todos son progres. Engolan la voz y claman contra la fatalidad, por no llamarse a si mismos, estúpidos incompetentes. A esos funcionarios les hubieran puesto de patitas en la calle en cualquier otro país. Aquí hemos aceptado convivir con la Pasarela Gaudí y la Cibeles. Eso está bien. La política como un desfile de modas, un show para cretinos. No hay que quejarse, debe haber motivos suficientes para que nos juzguen de esa forma.
Mientras tanto, a esperar la siguiente catástrofe, la próxima desatención a las personas, las inminentes justificaciones sobre lo que no se hizo bien y, sin embargo, estuvo bien hecho.
Ahora mismo, en Barcelona, el barrio de diseño construido sobre los derribos de Poble Nou muestras a inquilinos de generaciones reprochando al Ayuntamiento por su abandono, a favor de ricos propietarios y grandes empresas inmobiliarias. A quien le importa. Los políticos de diseño se especializan en crear plusvalías públicas para que las aprovechen intereses particulares y, en el medio, está el accidente. El accidente eres tu.