ENTRE LA HIPOCRESÍA Y EL CINISMO

Dice Javier Marías: Yo prefiero que haya hipocresía por una razón, porque cuando alguien oculta o disimula algo, quiere decirse que aunque lo haga, tiene la conciencia de que eso no está del todo bien. Mientras que si esa hipocresía no existe, quiere decir que no sólo lo hace, sino que además le parece bien.

 

La hipocresía, en suma, es una regla de urbanidad social. Una suerte de autodefensa de la intimidad: de lo

escondido sólo respondo ante mi.

 

La vanagloria de la ocultación es la ruptura de la cohesión social, el imperio de los sentidos ante una audiencia absorta y perpleja que la contempla.

 

La hipocresía fiscal es necesaria y su biología permite la continuidad del sistema económico y social. De que otro modo, el ciudadano soportaría los privilegios, las desigualdades, las injusticias si el mismo no construye su propia armadura.

 

El equilibrio entre el recaudador y el contribuyente se basa en una delicada compensación entre lo que se exige y lo que uno entiende correcto de pagar.

 

La hipocresía es la respuesta a la ilusión financiera. Algo de ocultación del particular frente a la ocultación pública. Es como si se dijera que hay un precio por la convivencia que debe satisfacerse, pero, que en ningún caso debe tratarse de un exceso predatorio, porque, entonces, prefiero renunciar a la hipocresía: oculto y lo hago público.

 

Recientemente, Berlusconi en su estilo bufo, sostuvo que por encima del treinta por ciento del ingreso se puede justificar la evasión fiscal. Berlusconi renuncia a la hipocresía a favor del cinismo, de la confrontación social. Pero, aunque no se reconozca, se hizo con la verdad del barquero.

 

La antigua jurisprudencia americana situaba la frontera del impuesto confiscatorio en el 33 por ciento. No se sabe el motivo ni la razón. Pero, por sobre dicho porcentaje el impuesto era ilegítimo. El precio de la convivencia era ese. Más allá, era un exceso.

 

¿Cuál es el precio de la convivencia en España?.

 

Esto equivale a establecer cuanto de mis rendimientos considera justificado dar al Estado para fines públicos. Si la cuantía es justificada, lo pago, como hago con cualquiera de mis otras deudas. Pero, si es injustificado o excesivo trataré de no pagar o pagar menos.

 

Aquí entra en juego la preferencia por la hipocresía o el cinismo. La fuente de fraude local que preocupa al gobierno es la complejidad y la alta presión fiscal sobre las rentas bajas y medias. Dicho de otro modo, la evasión es la respuesta hipócrita. En cambio, el fraude internacional de las rentas elevadas del capital responde al cinismo fiscal.

 

No se puede afrontar el fraude local sólo con la criminalización porque se arriesga de convertir el ejercicio de hipocresía en confrontación. Hay que bajar el gravamen sobre las rentas del trabajo, inmobiliarias, profesionales, autónomos, que son las que no pueden escapar del territorio. Es lo que en la práctica se hace con las rentas del capital financiero y las plusvalías. Un tipo común del 15% para las rentas bajas y medias y otro del 30% para las rentas y superrentas. Esta sería una respuesta inteligente y recaudadora. Bajarían los costes de transacción para ocultar. No convendría.

 

El fraude internacional es más complicado, porque siempre hay un Estado o paraíso fiscal que ofrece un precio más barato para estimular el vuelo del capital financiero.

 

Pero, también es cierto que sus movimientos son más conocidos y a través del intercambio de información tributaria pueden articularse mecanismos de autotutela.

 

Es más difícil con las empresas multinacionales porque sus beneficios consolidados mundiales no se apoyan sólo en la competitividad, sino en el ahorro fiscal ilícito y su respuesta supera las posibilidades de un país en particular, por importante que sea. La fiscalidad de estas organizaciones aún está en pañales.

 

Por último, el fraude fiscal organizado, o sea, las mafias fiscales internacionales apoyadas en asesoramiento jurídico, contable, entidades financieras y aseguradoras, miles de sociedades de papel y testaferros. Aquí, el rey es el lavado o blanqueo del dinero y sus escuderos la evasión multimillonaria, la droga o inclusive el terrorismo. No es un problema de la Agencia Tributaria, sino de una Policía Fiscal-Económica preparada para afrontar la criminalidad económica.

 

Las medidas antifraude mientras no distingan entre el honesto hipócrita fiscal, que, en verdad, somos todos, y el cínico que es el que lo hace, lo dice y lo defiende, que son unos pocos pero poderosos, serán una carta a los Reyes.

 

Mientras en este país se siga pensando que la fuente del fraude son los que están sujetos al régimen de módulos o los autónomos o los que se compran su vivienda será una jauja para los cultores del cinismo fiscal que integran el mercado de servicios ilícitos para satisfacer a una demanda industrial de productos diseñados para ennegrecer.

 

A los que están aquí y son fijos se les debe establecer un precio de convivencia a partir del cual la trampa deja de ser conveniente. Ganaríamos todos.