ES MEJOR NO HACER NADA

Ninguno puede establecer que sin una reforma tributaria no puede gobernarse. Al contrario, casi podría decirse que cuanto menos se toque un sistema funcionante, es mejor. Claro que la premisa es obvia: no cambie si todo va bien o casi. Lamentablemente esto no es lo que pasa. No es que el conjunto de impuestos no cumpla con su principal objeto que es recaudar. Simplemente, que lo hace a un coste social, político y económico altísimo. Se recauda a un precio exagerado. Habría de calcularse cuanto le cuesta al Estado por cada euro que ingresa e intuitivamente la respuesta es escéptica: si no es un euro debe estar muy cerca.

Por eso, el sistema tributario es manifiestamente mejorable. En la ley, en la aplicación, en la gestión y en la recaudación.

Primero, hay un quietismo preocupante de política fiscal. No nos resulta que el gobierno sea sensible al gradual empeoramiento del ciclo económico propio y europeo. Si lo fuera pondría sobre la mesa alguna medida de prevención. No parece que sea el caso de insistir en la amnistía fiscal (Italia o Bélgica lo hicieron), pero, si lo es la reducción del Impuesto sobre Sociedades (como indica Alemania). Un IS al 15/17% contendría impulsos a la ocultación de beneficios y, asimismo, sería un desincentivo a la deslocalización. Menos mal que tenemos empresarios que desconocen idiomas, porque, realmente, quedarse aquí pagando el doble de lo que sería hacerlo en Eslovenia, Malta o Lituania, requiere un acendrado espíritu doméstico digno de elogio. El poder de la paella y el pan con tomate es fortísimo.

Segundo, hay dinero fuera, de color variado, que volvería en condiciones razonables. Los EEUU han aprobado la repatriación de beneficios de sus sociedades siempre que se aplique a la inversión y creación de empleo. El impuesto sobre beneficios que soporta este dinero es del 5% (si, eso), siempre que no se reparta entre los accionistas o partícipes.

Con alguna variación, por ejemplo, incluyendo a los ahorros de personas físicas que se destinaran a deuda pública o fondos de inversión; algo igual sería recomendable. La disminución de los costes de transacción –asesores, bancos- significa el mejor estímulo para el retorno. Oiga, esto es una amnistía (Italia y Bélgica lo hicieron). No, no lo sería siempre que el dinero tuviera un destino de interés general predeterminado y durante un plazo cierto. Si yo le dejo el dinero al Estado, en general, y pago un canon de retorno, estoy dispuesto a aceptar que el fin colectivo se imponga, pero durante un cierto período y a cambio de una contraprestación, que no debería ser superior al tipo de interés legal .

Tercero, la reforma del IRPF que aterroriza al gobierno debe plantearse con coraje en los términos de su programa electoral: flat tax, con dos tipos de gravamen uno reducido y otro alto. A cambio, desaparición de las reducciones en la base y las deducciones que agujerean y erosionan el modelo actual. Naturalmente, las plusvalías que continúen como están. Entrar en su eventual corrección como rendimientos del trabajo personal es una condición socialera, que no socialdemócrata, de signo negativo. Pero, sería del máximo interés que el gobierno llevara un mensaje a los que están obligados a quedarse aquí, gravando exclusivamente el producto de su renta: trabajadores, pensionistas, pequeños empresarios, el pueblo de la segunda residencia, que son la mayoría y que de ricos solo tienen la ilusión de serlo.

Cuarto, la Agencia Tributaria es un instrumento inmanejable. Si bien es cierto que necesita medios materiales y humanos para la evasión fiscal organizada; no lo es menos que la tasa de errores de gestión es tan sensitiva como la de cualquier contribuyente medio. La diferencia es que ninguno paga por los errores. La absoluta discrecionalidad administrativa debería haber sido el propósito principal de la fallida LGT. Bueno es cambiar lo que no sirve. El peinado a la LGT es imprescindible porque ha montado un monstruo contra el interés fiscal y a favor del conflicto. No es solo que se trate de una mala ley, un reglamento con pretensiones, sino que es una ley torpe.

Quinto, la finalidad es recaudar al menor coste y ofreciendo al pagador, el ciudadano, las máximas facilidades para hacerlo, salvo infracción grave contrastada o evasión fiscal organizada. Hoy es un auténtico infierno el cumplimiento correcto de las obligaciones y deberes tributarios. Los formularios no cesan de crecer y los requerimientos y notificaciones –perdone, es el sistema informático que lo produce- abruman con su banalidad. No se trata de hacerle la vida imposible al que está cumpliendo, sino facilitarle su actividad e integrar a los que no lo hacen o aplicar las máximas sancionatorias al gran fraude fiscal que, obviamente, no viene del trabajador, del pensionista, del propietario o pequeño empresario (aunque esté en régimen de módulos).

Vaya con la de cosas que se podrían hacer. Es un sistema tributario a medio gas, amenazado de explosión e implosión. O, también, como se ha decidido, lo mejor es no hacer nada. No sea que se susciten críticas y crezcan los opositores. Que gobiernen los otros, que el gobierno está para propósitos mayores.