Ética de la mala leche.

Una suerte de extraña amistad entre la tecnoestructura empresarial, el sistema bancario y las firmas de auditoria nos sorprende con un escándalo a diario, como si su pretensión fuera competir con las revistas del corazón.

 

El fiasco Parmalat refleja el simultaneo fracaso de los organismos públicos, las agencias de rating (Moody’s y cia.), los banqueros y los auditores. Se han roto los controles y las aguas se desbordan.

 

¿Podría pasar aquí algo del genero?. Claro. En ese sentido, España no es diferente. Y la explicación, aunque compleja, puede entenderse. Después de Enron en los EEUU y Ahold y Transtec en Europa deberían ponerse las barbas en remojo.

 

El gobierno de la empresa comienza a girar como una peonza al servicio de la renta a corto plazo de sus dirigentes. La codicia no tiene limites y el máximo es una línea en el infinito. La lógica del interés de los accionistas e inversores queda postergada por el extremo afán del beneficio personal de los gestores. No cabe lamentarse, la gran empresa es, también, de sus dirigentes. Pero, lo que deja perplejo es la ausencia de fronteras. O sea, la avidez. Buena culpa de lo que pasa reside en los banqueros y financieros. La búsqueda del negocio a cualquier precio les lleva a engañar y engañarse sobre la marcha de la actividad y, si pueden, a mentir para perjudicar a la competencia que no sea cliente suyo. EL fiasco Parmalat es inexplicable sin el soporte del sistema bancario y financiero.

 

La auditoria interna y externa es proclive a la simulación. No solo se aparta de su cometido, sino que además ofrece servicios al cliente para perfeccionar la ocultación, sea a través de paraísos fiscales, sociedades interpuestas, evasión fiscal, blanqueo.

 

La conclusión es preocupante. El capitalismo tiene a sus sepultureros en su interior. La solución no es fácil ni inmediata. Por un lado, el Estado tiene que ejercitar en la practica la potestad reguladora y de intervención que es su oficio. Ni el Banco de España ni la Comisión Nacional de Valores podrían alegar desconocimiento en los hechos de su sector. Para eso están. Por otra, faltan instrumentos de seguimiento sobre profesiones a riesgo como la auditoria destinados a garantizar la calidad del trabajo. (algo así como el Public Company Accounting Board de los EEUU).

 

Pero, el nudo es el gobierno de la empresa.

 

El comportamiento de los dirigentes debería someterse a revisiones puntillosas, desde dentro y fuera, acreditando que sus decisiones no son solo y exclusivamente dictadas por el amor (al billete).

 

Bien es cierto que un buen directivo es un capital para la empresa; pero, no lo es menos, que el malo significa su tumba.

 

En una de sus profecías Marx avizoraba en las sociedades anónimas y los trusts el declive del capitalismo, precisamente, porque hacían del comando anónimo el modo típico de apropiación de la plusvalía del trabajador. Se quedó corto, porque se apropian no solo de la del trabajador, sino de cualquiera que toma relación con ellos, sean accionistas, inversores, clientes, proveedores. Lo que no queda en claro es si el declive no podría neutralizarse con transparencia e información.

 

No vaya a ser que lleguemos a la revolución comunista por la vía del sigilo, el secreto, la opacidad. La única forma para conseguir la ética de la empresa es la luz y taquígrafos.