Sucesiones: El Impuesto inútil

Bajo el Imperio Romano, el ciudadano que dejaba sus bienes a sus hijos convenía, para que fueran favorecidos a los ojos del César, en dejarle a éste una parte en su testamento.

 

El origen del impuesto sobre sucesiones es el favor del Imperio para los hijos del difunto. Y el tributo al Estado continúa su recorrido expropiatorio a través de los siglos, como queriendo recordar a los sobrevivientes que el impuesto puede a la muerte.

 

Y ya Proudhon, el ideólogo libertario, se preguntaba que cambiaba con la sustitución del vivo al difunto y respondía: nada. Ni un céntimo se añade al capital social por la muerte de uno y la herencia del otro. El único que gana es el César-Estado.

 

Puede caerse en la ideología de la revolución a través del impuesto, tan popular en otros tiempos, argumentando que el Estado sustituirá las desigualdades sociales de hecho que nos afectan mediante el recorte del acervo sucesorio. Pero, esto es falso.

 

Los más poderosos están virtualmente exentos y el impuesto, como casi siempre, recae sobre los medianos patrimonios. El Estado es el receptor de algo que para las familias medias representa ni más ni menos que la continuidad de padres a hijos, la prolongación del esfuerzo entre generaciones que reciben algo y lo transmiten, mejorado, a los que siguen.

 

El Estado –aunque sean las Comunidades Autónomas- despoja de una de sus principales motivaciones al interés legítimo de la familia como elemento determinante de la continuidad intertemporal.

 

El peaje a la muerte conduce a un callejón sin salida. Es inútil. Ni la sociedad es más igualitaria ni la familia se fortalece. Es como en la antigua Roma, para solaz de la Administración.

 

Bienvenido el proyecto de su eliminación: la supresión de la herencia en favor del Estado es un avance concreto de la sociedad civil sobre la familia y uno de la familia sobre el individuo.